En defensa del cuerpo muerto

por Ian Belzu. 17 de septiembre, 2024  ·  Muerte / Cultura

Siempre me fascinó la muerte. Con el paso de los años, la inocente curiosidad que tenía de niño por saber qué pasaba cuando una persona moría fue transformándose en un profundo interés que me llevó a leer bastante sobre el tema, y mientras más aprendía sobre la muerte, más fascinado estaba con ella. Por años, sentí cierta culpa y vergüenza por la atracción que tenía con la muerte; porque mi interés no era algo normal, era algo que me hacía sentir como un niño raro (y por la reacción de algunas personas, hasta perturbado). Y es que la muerte sigue siendo un tema tabú en nuestra sociedad, así como lo es en gran parte del mundo occidental. Mencionarla en una conversación cotidiana es raro, y casi siempre es recibida con silencios incómodos o con reproches por lo irrespetuoso o macabro que es hablar de “esas cosas”. Es justamente por eso que creo que es importante hablar del tema; necesitamos saber sobre la muerte para dejar de escondernos de ella y necesitamos entenderla para dejar de temerle. Y para lograrlo, debemos acercarnos a su manifestación más real: el cuerpo muerto.

Théodore Géricault en su lecho de muerte, Charles-Émile-Callande de Champmartin, 1824.

El miedo al cuerpo

El simple hecho de que algún día moriremos constituye una parte fundamental de lo que nos define como seres vivos. Todas las personas que han existido han muerto, y todas las personas que están vivas ahora también morirán. La muerte es un proceso natural —probablemente el más natural de todos— y debería llamarnos la atención lo ajena que es a nuestra vidas. Porque no fue siempre así. El sociólogo inglés Geoffrey Gorer, en su ensayo The Pornography of Death, explica que la muerte en la sociedad moderna se ha vuelto un tabú cultural, similar a lo que sucedía con el sexo y la pornografía en la época victoriana. Se trate de sexo o de muerte, mientras menos expuesta esté una sociedad a un tema, más desinformada estará al respecto y mayor será su rechazo.

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad (hasta hace un par de siglos) estar expuesto a la muerte era algo común. La gente moría mucho más seguido, mucho más rápido y mucho más joven. Con los avances de la medicina, nuestras vidas se fueron alargando y en consecuencia, nuestras muertes también. Mientras que era común para la gente de todas las edades enfermarse y morir unos días o semanas más tarde, generalmente acostado en su propia cama rodeado de su familia; hoy en día la muerte casi siempre sucede en una clínica, sea después de largos años de sufrimiento o de un suceso repentino y trágico como un accidente o un paro cardíaco. Las paredes blancas, los doctores, los enfermos y las máquinas de un hospital contrastan fuertemente con la familiaridad de la casa de una persona. La muerte moderna es todo menos natural.

Ante una muerte, lo primero que hace una clínica es esconder el cuerpo, se nos indica que debemos llamar a una funeraria para que lo recoja inmediatamente y pueda prepararlo. Es aquí donde surgen más problemas, pues la industria funeraria ha sido (y sigue siendo) una de las principales responsables de instaurar la cultura de negación de la muerte en la que vivimos. Gracias a ellos, lo que antes era normal ahora es totalmente impensado. Solía ser normal que la propia familia cuide, vista y prepare el cuerpo para velarlo en su propia casa; este proceso significaba una hermosa tradición en la cual cada familia trataba a su familiar muerto con el cariño y el respeto que merecían, tomándose el tiempo que necesiten para despedirse de él. Pero las funerarias nos han convencido que esto no puede ser así; nos han hecho creer que el cuerpo es peligroso, que es desagradable, e incluso que es ilegal no deshacerse de un cuerpo dentro de 24 horas. Porque la muerte también es un negocio, y si las familias cuidaran del cuerpo de sus muertos como lo solían hacer por centenares de años, algunas personas perderían mucho dinero.

El cuerpo de una chica conocida únicamente con el nombre de Anastasia siendo velado en su habitación. Arlington, EE.UU., 1865. Fotografía: William Morris Smith

La realidad es que, a pesar de lo que las funerarias quieren que pensemos, un cadáver no es peligroso, no es antihigiénico, no transmite enfermedades (exceptuando casos extremos de virus letales como el Ébola) y, dependiendo de las condiciones de temperatura y humedad del lugar, puede tardar desde uno a tres días en empezar a mostrar señales de descomposición. Una de las más tristes consecuencias del surgimiento de la industria funeraria es que nos ha despojado de la autonomía que teníamos sobre nuestros muertos y nos ha enseñado a tenerle miedo y asco a sus cuerpos.

En la muerte moderna, el cuerpo es alejado de nosotros en todo momento, y se lo trata como algo a lo que no debemos estar expuestos bajo ninguna circunstancia; algo que debe ser dejado en manos de los expertos (por cierto, gran parte del trabajo que estos “expertos” realizan, sea transportar cuerpo, lavarlo, peinarlo y vestirlo, son tareas que fácilmente podrían ser realizadas por los familiares, como se hizo por tanto tiempo a lo largo de la historia). Alejando el cuerpo de nosotros, alejan también a la muerte de nuestras vidas, generando un ciclo simbiótico que perpetra el miedo que la gente le tiene a la muerte, que en consecuencia aumenta más y más las ganancias de las funerarias.

Adicionalmente, la obsesión que tenemos por ocultar la muerte de nuestra sociedad nos ha vuelto ignorantes a los procesos naturales que involucra la muerte de una persona. Solo vemos cuerpos en descomposición en películas de terror o en decoraciones para Halloween; y la idea de nuestro cuerpo, o el de una persona que queremos, descomponiéndose nos aterra. No sabemos de los diferentes colores que toma el cuerpo en las distintas etapas de la descomposición, no sabemos de la hinchazón, de la rigidez y lividez cadavérica, del desprendimiento de la piel, la licuefacción de los órganos, etc. No sabemos y tampoco queremos saber, porque nos provoca miedo y nos genera asco. Las funerarias se aprovechan de esto y nos urgen a hacer todo lo más rápido posible: el recojo y preparación del cuerpo, el funeral, la cremación, el entierro…, y de un día para el otro, no hay rastro alguno del cuerpo de aquella persona que tan solo unas horas atrás estaba viva.

Un cuerpo en estado de descomposición, expuesto a condiciones naturales para estudiar el decaimiento del cuerpo humano, Centro de Antropología Forense de Texas, 2014. Fotografía: Joseph Stromberg (Vox)

Se ha vuelto costumbre que las funerarias embalsamen todos los cuerpos (proceso meramente estético que en la gran mayoría de casos no es necesario, pues un cadáver que va a ser cremado o enterrado un día después de su muerte no necesita ser químicamente preservado), y los pongan dentro de un caro ataúd de madera, que va dentro de una bóveda de cemento que luego será cubierta de tierra. Así, apelando al miedo que le tenemos a la descomposición, las funerarias nos venden la ilusión de que existen maneras de evitarla; aprovechando también para sumar más servicios y más productos a nuestra factura.

Sobre las consecuencias de ocultar la muerte y la descomposición de la vida moderna, la autora Caitlin Doughty, en su libro Smoke Gets in Your Eyes, menciona:

“Si los cuerpos en descomposición han desaparecido de una sociedad (lo cual es cierto), pero esos mismos cuerpos en descomposición son necesarios para aliviar el miedo que la gente le tiene a la muerte (lo cual también es cierto), ¿qué sucede con una cultura en la que se elimina completamente la descomposición? No necesitamos especular: vivimos en una cultura así. Una cultura de negación de la muerte. Negación que adopta muchas formas. Nuestra obsesión con la juventud, las cremas, los productos químicos de belleza y las dietas desintoxicantes impulsadas por quienes venden la idea de que el envejecimiento natural de nuestros cuerpos es grotesco. Gastamos más de 100 mil millones de dólares al año en productos antienvejecimiento mientras 3,1 millones de niños menores de cinco años están muriendo de hambre. La negación se manifiesta en nuestra tecnología y en nuestros modernos edificios, que crean la ilusión de que tenemos más en común con el elegante diseño de una MacBook que con los animales atropellados que están tirados al lado de la autopista”.

Diferentes maneras de entender la muerte

El mundo moderno es un mundo globalizado, y mientras más globalizado está, más homogeneizadas se vuelven sus culturas. Es por eso que hoy en día la sociedad boliviana, al igual que sus valores, creencias, y tradiciones, tienen más en común con la cultura americana occidental que con las culturas indígenas que se originaron en estas tierras. El capitalismo ha globalizado la cultura del consumismo y con ella, ha globalizado también una única manera de entender la muerte, aquella que beneficia al mismo capitalismo. Es como consecuencia de la globalización que en todo el mundo es común encontrarse con entierros, cremaciones y con funerarias que se encargan de todos los procesos que rodean a una muerte. Con el paso de los años, nos hemos acostumbrado a creer que la única manera de sentir la muerte es con miedo y con sufrimiento, y que la mejor manera de lidiar con ella es alejándonos lo más posible del cuerpo sin vida.

Cabezas de víctimas de tortura, Théodore Géricault, 1819.

Sin embargo, muchas culturas en el mundo perciben a la muerte de una manera muy diferente. Cada una de ellas, con sus propias tradiciones y creencias, la sienten y la expresan a su manera. Es importante entender que lo que consideramos “correcto” y “digno” al momento de hablar de la muerte está determinado por nuestro entorno inmediato y los valores que tiene nuestra sociedad. Esto ha provocado que aquellas maneras de lidiar con la muerte que son ajenas a lo que conocemos sean vistas como inferiores, ignorantes o salvajes, cuando en realidad simplemente responden a filosofías y perspectivas culturales diferentes.

Los nativos de la tribu Wari’, escondida en la densa selva amazónica, solían practicar (hasta la década de los 60) canibalismo mortuorio para velar a sus familiares muertos. Después de dejar al muerto descansar por tres días, una vez empezado el proceso de descomposición, su cuerpo era preparado, cocinado y consumido por sus familiares. El ritual simbolizaba la reencarnación del alma del difunto en los cuerpos vivos de aquellos que lo consumían (un concepto similar a la comunión católica), evitando que el alma sea abandonada a vagar sola por la selva. Este ritual, además de permitirle a los nativos Wari’ lidiar con la muerte y con el dolor de perder a un ser querido, representaba la muestra más pura de respeto, amor y compasión que podían ofrecerle a sus muertos.

En Indonesia, el grupo étnico Toraja tiene una fascinante manera de velar y cuidar a sus muertos. Cuando una persona muere, su cuerpo no es enterrado inmediatamente, sino que es conservado en la casa de la familia por meses o incluso años. Es común tratar el cuerpo con conservantes naturales para retrasar la descomposición, los cuales, con ayuda del clima de la región, terminan momificando los cadáveres. Una vez al año, se lleva a cabo el festival Ma’nene, en el cual los cuerpos que han estado esperando un funeral son finalmente enterrados, mientras que aquellos que ya han sido enterrados, son exhumados. Los cuerpos son limpiados, vestidos y exhibidos de pie, siguiendo la creencia que los muertos siguen siendo parte de la familia y merecen ser cuidados y celebrados incluso después de haber sido enterrados. Esta celebración busca honrar el espíritu de los fallecidos y simboliza la victoria de la vida sobre la muerte, pues ni siquiera el proceso biológico de morir puede alejar a los nativos Toraja de sus seres queridos, quienes siguen siendo parte de sus vidas (tanto física como emocionalmente) incluso después de la muerte.

Nativos Toraja limpian los cuerpos de sus familiares antes de vestirlos con ropas nuevas durante el festival Ma’nene. Fotografía: Garry Lotulung

Incluso en nuestra propia cultura aymara podemos ser testigos de una practica ancestral relacionada a la muerte: la festividad de las ñatitas. Una celebración expresada mediante la veneración de cráneos humanos que son guardados y cuidados por aquellos que son devotos de sus poderes. El 8 de noviembre de cada año se las exhibe, se las bendice, se les pide y se les agradece. Las ñatitas son una manifestación física de lo sagrado, celebrando y honrando a los muertos, y permitiéndoles estar presentes nuevamente en el mundo de los vivos. Las maneras de lidiar con la muerte alrededor del mundo son variadas. Algunas recaen más en la devoción, como la adoración de la Santa Muerte en México; algunas son más sencillas, como el entierro natural de la religión musulmana; y algunas más brutales, como el entierro celestial del Tibet, en el cual el cadáver humano es seccionado y colocado en la cima de una montaña, exponiéndolo a ser consumido por buitres y otras aves carroñeras.

Sin embargo, si hay algo que se comparten estas culturas es que, en todas y cada una de ellas, la muerte es sagrada, y la manera en la que cada una la entiende, la sufre o la celebra, también es sagrada. Y todas las diferentes perspectivas que existen son válidas y deben ser respetadas. Porque aunque creamos que comer los restos de nuestros familiares es salvaje, que conservar sus cuerpos en casa por años es desagradable, o que ofrecerlos a los buitres es denigrante, lo mismo se podría decir de nuestras costumbres modernas. Puede que para los nativos Wari’, la idea de llenar el cuerpo de un familiar de químicos, incinerarlo en un horno y luego pulverizar sus huesos sea tan incomprensible y salvaje como sus rituales funerarios lo son para nosotros. Después de todo, no fue hasta 1963 (cuando la Iglesia Católica le dio su aprobación), que la cremación dejó de ser considerada por gran parte del mundo como una manera barbárica y “pagana” de tratar un cuerpo humano. Hoy en día, la cremación se ha vuelto la opción preferida por la mayoría del mundo para la disposición de restos.

A diferencia de nosotros, culturas como la de los Wari’ y los nativos Toraja, tienen a la muerte como una parte de muy presente de sus vidas. Para ellos, estar cerca de un cadáver es normal, y su contacto físico con la muerte hace que la entiendan mejor y la procesen mejor. La muerte no es un misterio, porque ellos la conocen y la experimentan de cerca; nosotros le tememos porque no la conocemos, porque el no saber asusta. Es irónico que a pesar de considerarnos una cultura “más avanzada” que la de grupos nativos como los Wari’ y los Toraja, parecemos estar mucho más atrasados que ellos en nuestra manera de entender y lidiar con la muerte. Y alejándola de nuestras vidas, parece cada vez más difícil que lleguemos a entenderla y aceptarla como el proceso natural que realmente es.

Julia y Roberto, celebración de las ñatitas, La Paz, 2016. Fotografía: Paul Koudounaris

La importancia de hablar de la muerte

La muerte ha sido estigmatizada como algo que debemos evitar a toda costa, y aunque resulta bastante obvio para cualquier persona saludable, la situación se pone más complicada cuando tratamos con personas de la tercera edad o con personas con enfermedades terminales. La medicina moderna sigue la simple filosofía de “mantener la vida a toda costa”, y esto es un problema. La decisión de dejar de tratar a un paciente con cáncer o de desconectar a alguien que está en coma puede ser sumamente difícil si se trata de un niño de 10 años, sin embargo, no debería ser tan difícil si se trata de una mujer de 85 años. Pero no es así. Porque le tenemos miedo a la muerte, y porque no podemos ni queremos aceptar que nuestra madre o abuela, aquella mujer que nos crió, nos enseñó a vivir y nos dio tanto amor, tiene que morir. Entonces intentamos alargar la vida lo más que se pueda, aunque signifique años de sufrimiento, de un lento deterioro de su cuerpo, de cuidados intensivos y de tristes recuerdos.

Citando a la autora Caitlin Doughty: “No podemos cuidarlos pero tampoco dejarlos morir, porque significaría el fallo de nuestro ‘infalible’ sistema médico. Por lo tanto, en lugar de participar en debates sociales sobre formas dignas para los enfermos terminales de terminar sus vidas, aceptamos muertes terribles causadas por dolores intolerables o trágicos suicidios”.

Marcha a favor de la legalización de la eutanasia en España, 2019. Fotografía: Carlos Rosillo

Hablar abiertamente sobre la muerte debería ser normal. Creo firmemente que todos deberían discutir planes funerarios y tener conversaciones sobre la muerte, pues no solo ayudará a normalizarla, pero también permitirá que cuando una muerte suceda, la familia (o la persona que uno elija) sepa exactamente qué hacer con el cuerpo del difunto, dándole la muerte que él deseaba tener. En casos de vejez avanzada o de enfermedad terminal, es aun más importante poder discutir estos temas, pues se trata de decisiones complicadas que si no son tomadas a tiempo, suelen desembocar en desgarradoras circunstancias finales que involucran mucho sufrimiento, tanto por parte de los pacientes como de los familiares. El documental corto Extremis (Netflix) es un ejemplo de los dolorosos dilemas éticos y emocionales con los que deben lidiar médicos, pacientes y sus familias al enfrentarse a situaciones así.

Es ese mismo miedo que hace que estemos aún lejos de apoyar e implementar opciones como la eutanasia para personas con enfermedades terminales. Seguimos consideramos que es inaceptable ofrecerle a una persona la opción de terminar con su vida, y al hacerlo, estamos forzando a personas que viven en constante sufrimiento o que dependen de ayuda externa para realizar sus funciones básicas a seguir viviendo y a seguir aguantando su condición “hasta que Dios decida que su momento ha llegado”. El ofrecerle a personas con enfermedades terminales o personas de la tercera edad el poder de decidir sobre su muerte constituiría un gran avance social para nuestro entendimiento y aceptación de la muerte, y brindaría a todos aquellos que lo necesiten, una manera digna y humana de terminar sus vidas. Porque si hay un derecho que todos los seres humanos en este planeta merecen, es el de tener autonomía sobre sus propios cuerpos, sobre sus vidas, y últimamente, sobre sus muertes.

A pesar de que las conversaciones sobre la muerte asistida parecen estar dándose cada vez más alrededor del mundo, en términos generales, nuestra sociedad parece continuar alejándose de una actitud positiva sobre la muerte. Estamos en la constante búsqueda por alargar la vida y por rejuvenecer nuestros cuerpos, estéticamente con la venta de productos de belleza y cirugías cosméticas, y biológicamente con avances científicos que buscan detener por completo el envejecimiento del cuerpo y obtener la vida eterna. Un deseo natural que responde a los impulsos biológicos del ser humano por sobrevivir; pero que, de convertirse en una realidad, cambiaría por completo la manera en la que entendemos la vida, y representaría el intento final de la humanidad por ocultar su miedo a la muerte y al decaimiento de sus cuerpos en vez de enfrentarlo. Y si hay algo que la psicología nos ha enseñado del cerebro humano es que la peor manera de superar un miedo es intentar ignorarlo.

Cabeza de un hombre guillotinado, Théodore Géricault, 1819.

Pero cuando entendemos el problema, la solución se vuelve simple. Mientras más cerca estamos de la muerte, más fácil será aprender a lidiar con ella. Simplemente conversar sobre el tema, tanto a un nivel personal como a uno social, significaría un gran avance para lograr su desestigmatización, pero la única manera de realmente deshacernos del miedo que le tenemos a la muerte es permitirnos estar en contacto con el cuerpo muerto. Sea abrazarlo, limpiarlo, vestirlo, o simplemente estar con él, debemos acercarnos al cuerpo y dejar de percibirlo como un objeto peligroso que nos provoca incomodidad o miedo, debemos volver a verlo como lo que realmente es, el cuerpo sin vida de una persona que conocimos, que amamos y que fue importante para nuestras vidas. Solo cuando lleguemos a entender esto es que el miedo desaparecerá.

Hasta entonces, es nuestra responsabilidad abogar por la buena muerte. Conversar con nuestros familiares y seres queridos en un intento de cambiar nuestra mentalidad, abrirnos a leer y saber más sobre la muerte, buscar maneras más sanas y prácticas de morir, para que cuando llegue el día, estemos preparados para recibirla, no con miedo, pero con paz y compasión. La muerte viene con dolor, esto siempre será así, pero no por eso debemos intentar ocultarla a toda costa, pues al hacerlo, lo único que logramos es incrementar nuestro sufrimiento y el de quienes nos rodean cuando tengamos que enfrentarnos a ella. La triste realidad es que la muerte nos llegará a todos. Todos tendremos que ver a nuestros padres morir, o a nuestros abuelos, o a nuestros hermanos, o a nuestra pareja, o a nuestros amigos. Y mientras más sepamos sobre la muerte, y  mientras más cerca nos permitamos estar del cuerpo muerto, mejor equipados estaremos para recibirla y para ayudar a los demás a hacerlo. Porque una buena vida merece una buena muerte. Depende de cada uno de nosotros lograrla.