Gimnasio griego

por Ricardo Jaimes Freyre. 3 de septiembre, 2024  ·  Ensayo

Texto publicado originalmente en la revista Revista Moderna (México, 1903).

Representación de los Juegos Olímpicos de la antigua Grecia. Ilustración por O. Kuille

Por el camino del gimnasio llegaron los griegos a su grandeza; a las odas pindáricas, a los epitafios de Simónides, a los diálogos de Platón y a los mármoles de Praxiteles. Han sido necesarios dos mil años para que la humanidad comprendiera que en las ruinas de Liceo se hallaba enterrado el secreto de la maravillosa armonía helénica. El mundo romano, en cambio, como el mundo bárbaro y el mundo medieval, preparaba al hombre el combate. El hombre debía ser un soldado, una máquina para de matar. El cristianismo le enseñó, además, a morir. ¿Debía vivirse, pues, para morir y para matar? Los romanos instruían a sus legionarios en el manejo de la espada, del arco y de la lanza. Los bárbaros feudales manejaban sus armas mejor que un legionario romano y su caballo mejor que un héroe burgundio; pero ninguno de ellos conoció jamás la elegancia, la delicadeza y la gracia helénica. Tuvieron el valor y la fuerza, pero no tuvieron la divina belleza ni la suave armonía.

Las austeridades del cristianismo alejaron durante largos siglos a los hombres del culto de la belleza física, del cuidado del cuerpo. El cuerpo era la cárcel del espíritu; el cuerpo era vil y perecedero, el alma era inmortal. Dominar el cuerpo, avasallarlo, reducirlo al mínimo de exigencia, atormentarlo sin piedad, sacrificarlo, tal era el ideal cristiano. Este ideal estaba formado por la fe, que es una fuerza, y por la esperanza, que es una debilidad. El renacimiento clásico, al devolver al mundo el arte y la filosofía de la antigua Grecia, se olvidó añadir a este presente magnífico el gymnasion griego. El cuerpo quedó para siempre oculto por sus pesadas vestiduras; olvidado para todo, excepto para el placer grosero y para el sufrimiento.

Los griegos crearon la anatomía artística porque tuvieron perpetuamente delante de sus ojos las formas perfectas. Ni sus filósofos más austeros se atrevieron jamás a proclamar el abandono físico y el desenvolvimiento espiritual. Nos han dejado entusiásticas apologías del cuerpo humano. Sócrates, soldado de Potidea, los atletas de Platón y Eurípides habían arrojado el disco y el dardo, se habían ejercitado en la lucha y en el pugilato, en el asfalto y en la carrera, e iban en su ancianidad a los gimnasios y a las palestras a contemplar los cuerpos frescos y sanos de los jóvenes que se preparaban para los juegos de Olimpia, o simplemente para la larga lucha que sostiene la naturaleza humana contra el germen de destrucción que lleva en su seno.

No se ha cumplido un siglo todavía de la reaparición de esos liceos donde se cultiva la destreza, la agilidad, la fuerza y la gracia; donde se aprende a conquistar la salud y la vida. El primer gimnasio moderno se abrió en Estocolmo. Más tarde, lentos y tenaces esfuerzos hicieron comprender a los gobiernos y a los pueblos la necesidad de volver a la educación física. En América, esas sabias instituciones comienzan a aparecer. En la mayor parte de las naciones de Europa cada escuela es, en cierta manera, un gimnasio.

Estamos, pues, en plena reacción. La doctrina absurda de la independencia del ser moral y del ser físico; la tendencia suicida al cultivo aislado del espíritu; la funesta teoría que hace del cuerpo un simple instrumento del alma, y el desdén por la gracia y la armonía del movimiento y de la acción, no tardarán en incorporarse al número de los rezagos de la barbarie de que la humanidad se ha despojado definitivamente. Entonces volverá a florecer el culto de la belleza y de la fuerza, unido al culto del saber y del genio. Será el reverdecimiento del laurel de Olimpia.

 

Tallado griego representando la lucha olímpica (510 a.C.)

Entremos en un gimnasio de Atenas.

En el trayecto, desde las puertas de la ciudad, por la orilla de Iliso, han alegrado nuestros ojos templos y altares, y el monte de Himeto nos ha prestado su sombra. El gimnasio es un gran edificio en el que ha desplegado toda su pompa la grandeza de la ciudad de Pericles. Tiene jardines y un bosque sagrado, estatuas y cuadros. A su entrada se yergue una estatua de Apolo. Parrhasio y Fidias lo han cubierto de pinturas admirables y de soberbios mármoles. Por todas partes se levantan altares para los sacrificios y monumentos en honor de semidioses, de héroes y de atletas vencedores en los juegos.

Sobre los pórticos que sombrean un amplio patio caen algunas vastas salas; en ellas dictan sus cursos los filósofos y los retóricos, y los jóvenes se ensayan en la dialéctica y en la controversia. Bajo otro pórtico se encuentran las salas de baños, donde los niños y los adolescentes se ejercitan en la natación, al cuidado del pedotriba y sofronista, escogidos o aprobados por el más alto de los tribunales de Atenas. El uno enseña, el otro vigila.

En el estadio, los niños corren o luchan. Se les ve pasar rápidos como relámpagos, llegar a la meta y esperar el aplauso, o rehacer el camino recorrido; se les ve juntarse, entrelazando brazos y piernas, hacer esfuerzos poderosos para derribar al adversario; se cubren de sudor, ruedan por tierra y algunos de ellos levantan un brazo confesando su derrota. En un extremo, los luchadores se untan con aceite; allá se revuelcan en la arena a fin de que las manos encuentren mayor dificultad en asirlos.

Hay un recinto espacioso para el juego de la pelota. En otro, los jóvenes se ejercitan en el asalto; llevan en la mano un contrapeso y ejecutan sus movimientos al son de la flauta. Alguno llegará a saltar cincuenta pies en los juegos olímpicos.

Hay un blanco suspendido a la altura de un hombre. Los niños se empeñan en clavar en él largas y agudas jabalinas. Más lejos, otros agitan discos de metal o piedra, de tamaños y pesos diversos, y los lanzan con todas sus fuerzas. Se oyen risas cristalinas y exclamaciones de triunfo. Los gimnastas encontrarán baños tibios y baños calientes para devolver la limpieza y la agilidad a sus miembros, sillas entre los árboles para reposar a la sombra. En un vasto exedro, la escuela.

Bajo los pórticos o a lo largo del estadio camina con gravedad el gimnosiarca, magistrado anualmente elegido por la asamblea del pueblo. En las avenidas de plátanos pasean poetas, oradores y filósofos. A donde quiera que se fije la mirada, una obra de arte, cuadro o columna, estatua o cuerpo humano, despierta la idea de la belleza y de la armonía. Porque el cuerpo humano era también, en la antigua Grecia, una obra de arte.

Ruinas arqueológicas de un Filipeo de la antigua Olimpia, utilizado como gimnasio y como escenario deportivo.

Los conquistadores romanos, que ya no encontraron en la Grecia filósofos sino sofistas, ni oradores sino retóricos, ni poetas sino ingeniosos juglares de palabras, tampoco encontraron en los gimnasios otra cosa que aprendices de atletas. El gymnasion, como institución social, agonizaba. Desde entonces la humanidad abandonó la sabia y ordenada educación física de la juventud. Los ejercicios de destreza y de fuerza de la Edad Media sólo componían la mitad del plan antiguo.

Puede irse muy lejos en la renovación iniciada en el siglo último. Para ello es necesario repetir incesantemente el viejo aforismo que un filósofo moderno ha presentado como la única fórmula de la felicidad: La felicidad es la salud física unida a la moral.

Que la incorporación ya definitiva de los ejercicios del cuerpo a los planes de educación permitan alejar cada vez más los límites, tan estrechos aún, dentro de los cuales ejercen su acción imponderablemente benéfica; que cada gimnasio sea mirado como un taller donde se elabora el porvenir del hombre y de la raza; que cada escuela tenga un gimnasio y que estos gimnasios estén abiertos a todas horas, para todos los habitantes de la ciudad, tal debería ser la aspiración de los gobernantes, así como la del educador y del educado.