A modo de epílogo

En el depósito al lado de la lavandería

por Ian Belzu. 19 de septiembre, 2024  ·  Muerte / Relato personal

Este relato personal es la parte final del texto En defensa del cuerpo muerto. Si no lo leíste, léelo aquí.

Hace poco más de un mes, mi abuelo murió de una manera repentina. Después de años de lidiar con todas las complicaciones que trae consigo la vejez, una mañana se despertó agitado y unas horas después había dejado de respirar. Yo no estaba ahí, pero mi hermana y mi mamá sí. Subieron al abuelo a la vagoneta y entre gritos y llantos desesperados, se dirigieron a la clínica con la esperanza de que allí pudieran hacer algo para salvar su vida. Yo llegué justo cuando partían hacia la clínica. Pero mi abuelo ya estaba muerto, lo supe el instante que me subí a la vagoneta y lo vi. Y durante ese traumante viaje hasta la clínica, mientras todos lloraban y pedían a Dios, yo estaba enojado con ellos. Porque esa experiencia no era necesaria. Porque no habían dejado a mi abuelo morir en paz. No los culpo, lo único que querían era salvar su vida, pero vivir esa situación me dejó algo claro: la manera en la que percibimos y afrontamos la muerte no es la correcta.

Cuando regresamos de la clínica, le di un fuerte abrazo a mi abuela y lloramos juntos. Y a pesar de ser la que más dolor debería haber estado sintiendo, era la más tranquila. “Yo les dije que lo estaban llevando en vano, si ya estaba muerto” me dijo con lágrimas en los ojos. Y con esas palabras, mi abuela me demostró una vez más por qué es la persona más sabia de la casa. Fue una lástima que no le hayan hecho caso. Porque las personas merecen morir dignamente, no merecen ser cargadas y descargadas de una vagoneta y una camilla como un saco de papas en los últimos instantes que tienen en este mundo. Porque nos hemos acostumbrado a tenerle miedo a la muerte y eso nos impide recibirla con la tranquilidad con la que deberíamos hacerlo. Porque una muerte, sobre todo la de una persona mayor que ha estado delicada de salud por los últimos cinco años, no es una tragedia, es algo normal y deberíamos tratarla como tal. Si yo hubiera llegado a la casa diez minutos antes, quiero pensar que hubiera podido ofrecerle a mi familia la tranquilidad necesaria para hacerles entender que lo mejor que podíamos hacer era simplemente acostar a mi abuelo en su cama, dejarlo descansar y que cada uno lidie con el duelo a su manera.

“Hagámoslo de una vez, esta noche el velorio y mañana la cremación, que esto termine de una vez” le dijo mi papá a mi mamá al ver el dolor que tenía por haber perdido a su padre. Entiendo por qué lo dijo, pero mientras los escuchaba hablar sobre qué funeraria escoger y los distintos paquetes que cada una ofrece, decidí que si algún día se presenta una situación en la que yo esté a cargo de la muerte de una persona importante para mí, me aseguraré de que su muerte no sea una carga con la que se debe lidiar a la brevedad posible. Porque creo que permitirse pasar tiempo con el cuerpo —no un cuerpo que parece un muñeco de cera por todos los químicos que le han inyectado, puesto solemnemente en la sala de una funeraria con música clásica de fondo y con gente haciendo fila para dar sus condolencias— pero en un lugar cómodo y privado como su propia habitación, puede ser una manera más honesta y pura de velar a esa persona y de despedirla de este mundo; porque creo que la muerte puede ser tratada, no con miedo y con asco, pero con cariño y con respeto; y porque creo que es mejor celebrar la muerte que sufrirla.

Luego del velorio y de la cremación, (a la cual, por cierto, tenía la intención de entrar, pero me dijeron que no podía hacerlo por “motivos de salubridad”), me di cuenta que el miedo a la muerte es más poderoso de lo que creía. Algunos empezaron a decir que la casa había empezado a sentirse pesada, otros no querían ni siquiera subirse a la vagoneta en la que habíamos llevado al abuelo a la clínica, pero lo que más me llamó la atención (y me entristeció) fue la reacción de mi madre cuando sugerí guardar sus cenizas hasta que decidamos que hacer con ellas. “No. No quiero tenerlas en la casa” me dijo decididamente. Las cenizas esperaron en la funeraria cinco días porque mi madre no quería recogerlas antes de saber qué haría con ellas. Nunca terminé de entender esta aversión, aunque tampoco quise preguntar. Finalmente, decidieron enterrarlas y plantar un pino en un jardín cerca del lugar donde vivió gran parte de su vida. Ahí yacen los restos de mi abuelo, lejos de donde puedan incomodar a alguien. Como el jardín me queda cerca, soy yo el que va a regar el pequeño pino una vez a la semana.

Mi abuelo me quería mucho. Yo también lo quería, pero debo admitir que no disfruté tanto el tiempo que pasé con él como hubiera querido. Ese amor incondicional que sentía por mi abuelo cuando era pequeño se fue reduciendo mientras crecía y más cosas aprendía sobre él, pero lo que es innegable es que fue un buen abuelo. El día que murió, tuve mi primer encuentro cercano con la muerte, fue la primera vez que experimenté la pérdida de un familiar inmediato, alguien con quien vivía hasta hace muy poco y veía todos los días de mi vida. En la clínica, nos dijeron que llevarían el cuerpo a la morgue, pero cuando pregunté dónde era, me di cuenta que la “morgue” de ese hospital era en realidad un pequeño cuarto (de unos 2 metros cuadrados) al lado de la lavandería que seguramente solía ser un depósito. Fui a verlo tres veces, una con mi papá y otras dos solo. Estar con el cuerpo definitivamente se sentía extraño, al principio me generó una sensación inquietante que probablemente tenía sus orígenes en todas las películas de terror y documentales criminales que vi en mi vida; pero luego sentí tranquilidad, porque mi abuelo merecía descansar.

Parado a su lado, me di cuenta que finalmente estaba presenciando la muerte en carne y hueso, después de haber leído tanto sobre ella. Estar con el cuerpo recientemente muerto de mi abuelo no me entristeció, pero me trajo recuerdos de la fascinación que tenía por la muerte cuando era pequeño y mi sueño era, gracias a años de ver The X-Files, ser médico forense. Acaricié su cabeza y sostuve sus manos, miré su rostro, con su boca y ojos abiertos, y sentí cariño. Sentí el cariño que tantos años no pude sentir cuando lo tenía al lado mío, cuando me hablaba de fútbol, me preguntaba cómo me estaba yendo en la universidad o me contaba viejos chistes que ya me había contado años atrás. Preferí verlo así, en sus pijamas, barbudo y despeinado, con la expresión de un cadáver recién muerto, que verlo vestido con su mejor traje en un ataúd, embalsamado, maquillado, recién afeitado y con la boca y ojos cerrados a la fuerza.

En la privacidad de ese pequeño depósito al lado de la lavandería, junto al cuerpo que todos trataban de ocultar, me despedí de mi abuelo y disfruté una última vez de su compañía. Se sintió correcto. A diferencia del ostentoso y emotivo velorio, ese momento sí se sintió correcto. Y después de los últimos minutos que tuve con el cuerpo de mi abuelo, mientras el resto de la familia trataba de sobrellevar su dolor llorando desesperadamente, yo me sentí bien. Les sugerí ir a estar con su cuerpo unos momentos, pero todos se negaron rotundamente a hacerlo.

En la puerta de la clínica, mientras esperábamos que llegue el vehículo de la funeraria para que recoja el cuerpo, pensé en mi abuelo y le agradecí por haberme permitido compartir su muerte con él y solo con él, aunque haya sido por unos pocos minutos. Entonces recordé un chiste que me había contado varias veces a lo largo de los años, y aunque no me había causado gracia aquellas tantas veces que me lo contó, esta vez, por algún motivo, me sacó una inocente pero honesta carcajada. Y así, en ese momento, entre las lágrimas y la tristeza de mi familia, fui el único que dejó la clínica habiéndose despedido del abuelo y con una sonrisa en el rostro.